Los ríos que me recuerdan las playas

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Por Altagracia Paulino

Nunca he podido borrar de los recuerdos de mi primera infancia una tarde que pudo haber sido de Cuaresma, a causa de la gran sequía que azotaba al país. Tomada de las manos de mi madre, recorrí junto a los vecinos y cercanos al río Noná, que, en vez de agua, estaba lleno de hojas de cacao y amapolas, también secas.

Ese río, al cual le tenía miedo porque me podía ahogar, fue recorrido esa tarde seca y calurosa a todo lo largo por adultos atribulados por la falta de lluvia, quienes, con rosarios en manos, rezaban a lo largo de lo que era el lecho del río.

Debo confesar que las caras compungidas y las plegarias de los rezadores me infundieron bastante miedo, tanto así que cuando siento las sequías, llegan a mis recuerdos ese día. Mi madre, antes de morir, me dijo que no podía creer que recordara ese episodio porque apenas tenía dos años y algunos días.

Es que los niños en los campos no teníamos distracciones y los episodios dolorosos y trascendentes, como la muerte, y hechos como una procesión en el nicho del río en el que te bañaban, quedan almacenados en nuestro cerebro.

Mi madre y todos en la familia dicen que el temor de los campesinos era que volviera a pasar lo del “Centenario”. El Centenario fue la conmemoración del primer centenario de la República, ocurrido en el año 1944. Personas que aún están vivas, como mis tías, cuentan que fue horrible, no tanto por el agua, pues un manantial del que obtenían el agua para beber nunca se secó, pero la hambruna fue terrible; la sequía dejó a la gente sin alimentos, no había qué comer.

En los meses siguientes, supongo que, en mayo, el río recobró sus aguas y volvimos a bañarnos en él. Esta historia la cuento con frecuencia por múltiples razones: primero porque el agua es un recurso renovable, aunque se dice que es un bien finito. Sin embargo, sequía e inundaciones son parte de la dinámica del planeta, salvo que la mano del hombre lo altere todo.

Se ha creado una narrativa respecto al agua desde que se le ha atribuido valor económico al recurso, y donde aparece el dios dinero, siempre fluyen los dueños de este para apropiarse de un bien que, justo por ser renovable, es codiciado; si fuera realmente finito, nadie invertiría en él.

El 16 de agosto me fasciné al ver tanta gente disfrutando de los ríos, bañándose en sus aguas, pero se me arrugó el corazón al asociar esa felicidad a la infelicidad de que los dominicanos no tenemos acceso a las playas; todas están privatizadas y la mayoría no tiene acceso a ellas, pese a que la Constitución declara todas las aguas de dominio público en este país.

Entonces pensé, ¿hasta cuándo durará la felicidad de los que gozan de un buen baño en los ríos? Es que un fantasma acecha para apropiarse de nuestras aguas; ese fantasma dice que las trabas legales para la “capitalización del agua” deben eliminarse, aunque esto implique violar la Constitución que declara el agua como patrimonio nacional estratégico de uso público, inalienable, imprescriptible, inembargable y esencial para la vida.

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