¿DEBERÍAMOS EDUCAR PARA EL AMOR A LA VIDA?

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ALTAGRACIA PAULINO

Cuando alguien con un arma dispara el fuego y la furia contra un semejante y lo mata, es para pensar seriamente en si hemos fallado en la educación de las personas sobre el valor de la vida, sobre la vida como derecho y lo único que no se puede comprar aún se tenga todo el dinero del mundo, porque sencillamente es invaluable.

¿Vale la pena matar por un parqueo? De qué sirve la ira cuando caminamos en una selva de cemento, donde al parecer todos andamos de prisa, no importa si hay o no pandemia y lo peor, es como si el instinto de matar estuviera en cada uno de los que andan con una pistola, como si ella fuera su medicina.

Tenemos con mucha frecuencia ingratas noticias de que alguien le disparó a otra persona porque le rebasó en una de las avenidas, otro porque se iba a parquear en un lugar y otro se le adelantó; uno porque “su parqueo privado” fue invadido por otro que no sabía que tenia dueño, en fin, es como una epidemia de muertes tontas porque alguien le arrebató el derecho a vivir a otro, usando un arma que sirve solo para eso, matar.

Matar es robarle la vida a otro, es irrespetar un derecho fundamental y un valor que recibimos de generación en generación, que es sagrado, es irrenunciable y que debemos preservar como lo que es, “la condición primaria de todos los derechos”.

Para muchas personas con posibilidad de portar un arma de fuego, usarla es casi una obligación, como ocurrió con el caso del joven Frank Reynaldo Grullón, que descargó su ira y su arma contra el pecho de Diego Alcalá María, hijo de Sonia María, una maestra y regidora de San Francisco de Macorís.

Mi amiga Arlette Tejada me explicó, bajo llanto, que la maestra Sonia había sufrido la pérdida de su esposo Diego el 20 de diciembre tras haber contraído el COVID-19. Una semana después murió su madre y ahora la arrebatan la vida a su único hijo varón, quien era su apoyo y soporte para las resiliencias que necesitaba para reponerse de las perdidas anteriores. Es como una película de terror, solo que la vida real supera la ficción en casos como este.

La muerte del joven Diego y la forma tan fácil de cómo fue asesinado porque se había “parqueado” mal, según los testigos, es para llamar la atención del poco valor que se le da a la vida.

Siempre he pensado en ello. Pasé mi adolescencia bajo el foco de la muerte, sobre todo de gente inocente y querida que era “quitada del medio” por sus ideas políticas; era un horror ver a jóvenes con los que nos tocó compartir las aulas, como Milton Dilone, que fuimos compañeros en el bachillerato; de Pedro Reyes Ventura, vecino de mi casa; de William Mieses, un joven estudiante, todos de San Francisco de Macorís, sin dejar de contar a muchos otros amigos que fueron asesinados en plena juventud.

Hay que educar sobre el valor de la vida, porque también existe una especie de ejército de sicarios que por unos pocos pesos reciben orden de matar. Son asesinos a sueldos, que jamás imaginé que los íbamos a tener; creen que con desaparecer a alguien se gana mucho más que los 30 años de cárcel, la pena máxima en nuestro país por una muerte.

El modelo de enseñanza debe priorizar el amor a la vida, valorar algo a lo que tenemos derecho y que vale tanto que no tiene precio.

 

 

 

 

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